Balmaceda presenta un libro que devela la cara oculta de personajes históricos
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Quién hubiese imaginado que luego de ser presidente Bartolomé Mitre fuera gasista, que Domingo Faustino Sarmiento, por cuestiones de coquetería, decidiera retratarse con una peluca o que un grupo de héroes de Malvinas defendieran la bandera a costa de ser fusilados: éstas y otras inesperadas historias son las que vuelca el historiador Daniel Balmacena en su libro Estrellas del pasado.
«Son anécdotas muy cortas y bastante entretenidas sobre situaciones desconocidas o no tan conocidas y hasta algunas risueñas, que tuvieron algunas figuras en un momento de la historia», explica Balmaceda.
El autor de Historia de corceles y de acero refiere, divertido, el capítulo «Bartolomé Mitre, gasista del barrio», donde cuenta en qué actividad es descubierto el ex presidente, en pleno microcentro porteño, cuando se comenzaba a utilizar la iluminación a gas para el patio de las casas de esas épocas.
«Una noche se cortó la luz. Teodomira Ocampo -vecina de la casa de Mitre- (…) envió al mucamo a la casa de los Mitre para que regresara con el portero del general. Pero en la puerta el mucamo se encontró con Mitre y le pareció que era lo mismo. Así que le dijo en su tonada gallega: ‘La señora dice que vaya osté a arreglá a rejulador’. Enorme sorpresa fue para Teodomira advertir que el ex presidente entró a su casa transformado en gasista. Y la luz volvió», escribió en el libro.
Otra amena anécdota, esta vez sobre Sarmiento, es la que rescata Balmaceda del año 1845 cuando el educador y estadista que aún no había alcanzado la presidencia de la Nación visitó al atelier del joven pintor sanjuanino Benjamín Franklin Rawson buscando un retrato para la posteridad.
El problema por esos días fue que «padeció una fiebre que lo tuvo a maltraer, al punto que deliraba que le hizo perder el pelo» y «la calvicie no se contaba entre los atributos que deseaba exhibir», por lo que «se puso una peluca», cuenta el periodista y escritor.
Y, ya en un tono más emotivo, está la retirada de Manuel Belgrano de la batalla de Vilcapugio, «que parece tomada de una película de Hollywood», asevera el escritor sobre el capítulo «300», donde narra cómo las tropas patrias, ganando con un pelotón de unos 3.600 hombres, escuchan un inesperado son de trompeta en retirada y ya nada pueden hacer para continuar la partida.
«Sin posibilidades de comprender lo que estaba ocurriendo, los patriotas pegaron la vuelta de inmediato y pasaron de perseguidores a perseguidos; el caos se apoderó de la escena y entonces Belgrano tomó la bandera, trepó a un morro y desde allí la agitó para ordenar una reunión… sólo acudieron 300 personas», repasa en la entrevista.
«Como sabía que al día siguiente los cercarían, Belgrano organizó una fuga esa misma noche -evoca-: subió a los heridos a los caballos, los rodeó con el resto de los soldados, delante de la formación puso a Gregorio Perdriel, quien marchó con la bandera argentina, y cerrándola iba él, con un fusil y suficientes proyectiles para defender a esos 300».
«Esa escapada donde él se puso atrás para protegerlos sabiendo que le podía costar la vida, es una escena maravillosa que termina con ellos llegando a la ciudad de Macha, Bolivia, donde pudieron esconder las dos banderas que, muchos años después, fueron rescatadas en el Alto Perú, una de las cuales está siendo restaurada en el Museo Histórico Nacional», apunta.
Y si de bandera hablamos, otra hazaña poco conocida y más actual fue la que vivieron los soldados Jorge Guidobono y Miguel Cargnel en la guerra de Malvinas, cuando la noche del 13 de junio sus trincheras fueron acribilladas por el enemigo y decidieron salvar la bandera a pesar de todo.
«Fue en esa situación -relata Balmaceda- cuando los jóvenes tenientes decidieron que podían pasar la bandera totalmente desarmada entre sus ropas y así lo hicieron, aunque incluso los descubrieran en el trayecto su valentía logró que la bandera llegara a Buenos Aires».
Balmaceda también se ocupó de registrar anécdotas de figuras femeninas no tan mentadas como Mariquita Sánchez de Thomson, Remedios de Escalada o Juana Arzurduy, parte de los nombres que suelen reproducir los manuales de historia, y se internó en el anecdotario de mujeres como Jerónima de San Martín y Victoria Ocampo.
«A mí siempre me atraen las historias como la de Jerónima de San Martín -confiesa Balmaceda-, que emocionada por la victoria de Chacabuco, en 1817, vistió de celeste y blanco a un coro para cantar el Himno Nacional y cuando terminaron gritó ‘¡viva la patria!’ y se desmayó».
El autor refuerza con otra historia mínima la simpatía que siente por esa mujer, quien «el 25 de mayo de 1817, hizo soldar la misma arenga en la reja de la entrada de su casa de avenida