La columna de Ildiko
La era del miedo
Crónicas de cuarentena
Por Ildiko Nassr
1.
Es diciembre. Es martes. Es 2019. Estoy preparando la cena. Algo liviano. Hace mucho calor. El ruido de la televisión acompaña mi soledad en la cocina. Una noticia me llama la atención. Con el ruido del agua y del fuego, no entiendo todo a la perfección. Después, en la cama, busco algunas precisiones en Google. Un virus mortal aísla un pueblo de China. La transmisión es por comer una sopa de murciélago. Es una de esas noticias bizarras que me gusta coleccionar en mi cuaderno de recortes. Noticias que aparecen y luego desaparecen. Se esfuman y se convierten en leyendas insólitas, como la del Familiar o la de los cocodrilos albinos. Recuerdo cuando era chica y hubo una invasión de murciélagos. Desde entonces les temo. Era como estar en una película de terror. Mi mamá no nos dejaba salir. Pasamos todos los días adentro de la casa, que era un lugar seguro. Una vez encontré uno dormido en la viga del dormitorio. Pero no le dije nada a mi mamá. No pude dormir en toda la noche porque pensaba que me atacaría. Me chuparía la sangre y me convertiría en un vampiro. Me pasaba la noche acurrucada, abrazada a mis rodillas, temblando, muerta de miedo y sin animarme a pedir ayuda. Cuando leí la noticia en unos portales de internet recordé aquel miedo. Sin embargo, me dormí enseguida.
Es diciembre. Estamos de fiesta. Olvido enseguida lo que les sucede a desconocidos al otro lado del mundo. Me zambullo en la vorágine de los festejos. El inicio de 2020 trae promesas de viajes y de nuevos trabajos. Doy por descontada la salud y la economía.
Donde vivo nunca pasa nada. Todos los días son iguales entre sí. La rutina de todos ronda el trabajo y el festejo de fines de semana. El ánimo se rige por el cronograma de pagos. Hay, por lo menos, una semana al mes que es de pura algarabía.
2.
Es marzo. Es viernes. Voy al aeropuerto para intentar cancelar un vuelo para uno de esos viajes que planeaba desde diciembre. Parece tierra de nadie. Es la primera vez que voy al aeropuerto desde que lo remodelaron. Me quedo con la boca abierta mirando esa estructura gigante.
No me devuelven el pasaje. Decidí no viajar porque desde el lunes entraremos en cuarentena preventiva por ese virus mortal. No solo no olvidaron esa noticia que me parecía lejana y bizarra, sino que se ha convertido en una amenaza. Se habla de una guerra. Una guerra contra un enemigo invisible. Un enemigo que se ensaña con los ancianos.
El gobierno nos obliga a una cuarentena en casa. Como cuando era niña, la casa vuelve a ser un lugar seguro. O una cárcel de la que no podemos salir.
Es injusto que mis abuelos hayan sobrevivido a una guerra poniendo su cuerpo y a mí solo me toque quedarme en casa.
3.
Es abril. He celebrado mi cumpleaños por videoconferencia con mis hermanos. Seguimos encerrados. Cada día pierdo un poco de optimismo. Cada día tengo menos cosas para hacer. Cada día se parece más a un domingo de suicida.
Ordeno. Limpio. Lavo. Cocino. Leo. Veo series. Escribo algunas crónicas sobre lo que se me ocurre: una especie de diario de Cuarentena. No soy la única a la que se le ha ocurrido.
Es como estar viviendo en la película “El día de la marmota”, en la que todos los días sucede lo mismo. Veo los mismos posteos en redes. Tengo las mismas reuniones con mis compañeros de trabajo por Zoom o por Meet.
4.
Es junio. Es lunes. Pensé que era domingo y tuve que fijarme en el calendario para corroborar qué día es. Ahora sí que todos los días se parecen entre sí. Hay un silencio como de domingo. No podemos salir. Afuera acecha, amenazante, el virus mortal. De nada sirve hacerse la valiente y salir a enfrentarlo: es invisible. Aunque lo representan como una bolita pinchuda verde como los frutos de un árbol con el que jugábamos de chicos.
Son más de 100 días de encierro y sueño con invernaderos cargados de plantas de todo tipo. Sueño que, con un grupo numeroso de personas de todas las edades, plantamos arbolitos en un enorme jardín. Un árbol por cada niño de la ciudad. Debe ser mi deseo de ver y abrazar un árbol. Lo más parecido a uno que vi en persona últimamente es un tallito de brócoli. Y me lo comí.
Una vez salí a caminar, cuando se podía. Me pidieron el DNI un par de veces y había tanta policía que me sentí perseguida. Estuve a punto de confesar cualquier delito que no cometí para librarme de ellos. Pero seguí caminando cerca del río y entre los árboles. Me sentí la última mujer del mundo en un momento. Estaba ahí, en ese cajón de naturaleza intervenida bajo la ciudad y no se escuchaba nada. Sólo mis pasos silenciosos de zapatillas de correr.
Miré hacia arriba: edificios con las ventanas cerradas. No había ni un policía. Nadie caminaba por los puentes. No pasaba ni un auto o colectivo. Nada. Nadie. Era como si todos hubieran desaparecido. ¿Y si yo fuera la última mujer del mundo? Una sensación extraña me invadió y me puse a correr. Desesperada sentía las lágrimas calientes sobre la cara fría. Mis pasos eran sonoros ahora. Mi corazón latía a mil. El barbijo no me dejaba respirar con naturalidad y tuve que detenerme. Me sostuve en las rodillas y escuché un auto que me hizo largar una carcajada. Casi grito de la emoción. No era la única mujer en el mundo. Volví a casa, activé la alarma y regresé a la nueva rutina de caminar dentro de la casa esquivando muebles y perros. Encerrada. Elijo un podcast de 30 minutos, me coloco los auriculares y emprendo una caminata con obstáculos en este lugar pequeño y abarrotado de cosas. No voy a enfrentarme al miedo de volver a sentirme la última mujer del mundo.
Muchas veces quisiera estar sola en este encierro. Desactivo el celular: no quiero más video llamadas, ni Meet, ni Zoom, ni pedidos urgentes de trabajo o llamados desesperados de amigas quejándose del encierro o del trabajo que continúa en cuarentena. No extraño ir a la oficina ni tener que pensar cada noche qué ropa usaré al día siguiente. Ahora, día y noche estoy de piyama. A veces me arreglo de la cintura para arriba para las reuniones, pero no he vuelto a ponerme zapatos desde que todo esto empezó.
Abro el agua de la ducha y me encierro en el baño. A leer sentada en el inodoro. A estar sola conmigo. La mayor parte de las veces no leo. Converso conmigo misma. Intento darme ánimos y me digo que pronto todo volverá a la normalidad. Cierro los ojos y lloro. Me meto bajo la ducha y lloro. A mares. Como si lo único posible fuera llorar. Lloro y me lamento por todo lo que no hice o postergué. Lloro porque no quiero morir. No así: como una estadística en una pandemia. Hay tantas cosas que nunca hice. Las numero y lloro. Nunca buceé, ni nadé en el mar. Las pocas veces que fui a un lugar con mar, me mojé los pies o me quedé cerca de la orilla. La primera vez casi me muero de la emoción: me había embadurnado todo el cuerpo con miel y me metí al agua, sin haber experimentado nunca lo que es enfrentarse al mar. La primera ola me sacudió y me enredó. No podía salir. Mientras estaba enredada en esa masa de agua inconmensurable, pensaba que moriría aquí. Lo difícil que sería para mi familia trasladar mi cadáver de regreso a mi ciudad. Un trámite engorroso e innecesario. No podía morir ahí, estaba soñando mientras cuatro manos fuertes me desenredaban de la ola y me conducían a la orilla. Tenía que estar atenta cuando venía una ola y debía dar un saltito. Nunca pude estar atenta. Siempre me pierdo en los detalles. Me distraigo y me voy a otro lado. Me desconcentro o me aburro. No sé. Lo cierto es que ahora en este encierro añoro los árboles y el mar.
5.
2021 es todo incertidumbre. El fantasma de la cuarentena nos respira sobre los hombros. El recuerdo de lo que pasó el año pasado se ha borrado para muchos y todo parece igual. Sé que nada lo es. Sé que el miedo es poderoso y que esta era es, como la Edad Media, la era del miedo.
Añoro el mar. Añoro las esperas en los aeropuertos, que antes odiaba. Se ha terminado el encierro y la primavera florece en lapachos por toda la ciudad. No le prestamos atención a las nubes de tormenta. Hay algarabía en el miedo.
Ya nadie habla de guerra ni compra dotaciones irrisorias de papel higiénico.