La Trampa

- cuento de Fabiana Calderari
Huelo el chocolate y recuerdo las elecciones del año 1988. Fue un misterio el paradero de mi regalo envuelto en la carta. Nunca supe qué pasó. La curiosidad y el enojo, a veces, se parecen.
Espero que esta vez sea diferente.
El Colegio de la Santísima Trinidad tiene dos pisos. En la planta baja, están situadas las aulas que corresponden al nivel primario. El resto es ocupado por los del nivel secundario. Todo sigue igual, excepto por el color de las paredes y la renovación de los bancos. Los de ahora lucen pequeños.
Gastón se había postulado como presidente del centro de estudiantes. No recuerdo el nombre del frente que habían formado, pero sí el color que usaron para el banderín. Verde. Verde como los ojos de Gastón. Está casi igual, descontando el pelo blanco. Corpulento, lenguaraz y elegantemente vestido.
Cuando nos cruzábamos en los pasillos del colegio, yo trenzaba los dedos para que se diera cuenta de mis sentimientos. La China y la Chule no hacían más que reírse de mí cuando él aparecía. Decían que me convertía en una hoja de otoño. Al principio, creí que el apodo se debía a la belleza de la hojarasca otoñal a merced de la seducción del viento, pero una tarde las oí repetir algo sobre el abandono y la orfandad. Y, me di cuenta.
Estos últimos meses desenterré el apodo de “hoja de otoño”.
Durante la campaña electoral, ocupé la primera fila frente al escenario, enredada entre la gente. El spot publicitario mostraba en la pantalla la sonrisa fresca de Gastón, con su puño en alto, atlético, fuerte. Sus ojos verdes brillantes. Mis ojos pegados a los suyos.
La misión de los fiscales generales no es fácil. Estudiar el código electoral, custodiar los intereses del partido que se representa, diseñar un plan para detectar las trampas del enemigo. Sí, hay enemigos durante las campañas electorales y en los actos comiciales. También hay opositores dignos como Gastón.
El voto es secreto. Condición sacramental que peligra a causa de mis miradas. Las miradas esconden un lenguaje perceptible. El discurso del candidato a gobernador fue impecable. Gastón despliega un poder hipnótico. La sonoridad de su voz percute en el electorado de una manera auténtica. Posee pujanza, es honesto. Lleva una vida familiar austera y real. Una vida real que admiro.
El día de los comicios tiene una serenidad extraña. La boca de urna permanece muda. El miedo del electorado aún huele a verdín. Ya están ordenados los apuntes legales, las boletas de sufragio para restituir, mi poder de fiscal general del partido de Gastón. No es el partido de Gastón, pero llevo enlazada mi pasión política a las otras pasiones.
El aula nueve en nuestro Colegio de la Santísima Trinidad. Planta baja. La presidente de mesa me recibe el documento de identidad. Silabea mi apellido en voz alta, sin mirarme. Los fiscales de mesa repiten, al unísono, el nombre.
Tiemblo al recibir el sobre. Entro. Al intentar cerrar la puerta, descubro que no tiene picaporte. Cerca del marco hay una piedra. La arrastro con el pie izquierdo para asegurarme el cuarto oscuro. El cuarto oscuro. El cuarto.
El ojo de la puerta en el lugar del picaporte me produce escozor. El frío que penetra por las ventanas con los vidrios rotos tampoco ayuda. La infraestructura que no garantiza la privacidad. Sobre el banco pequeño, las papeletas con el logotipo de mi partido. Utilizo el posesivo como un salvamento, una forma de estar más cerca de Gastón.
Votar significa exhibir una secreta y corta ceremonia. Pese a que conozco de memoria la boleta, saco del bolsillo derecho la que me entregó Gastón la noche del cierre de campaña, a modo de amuleto. La acerco a mi boca por última vez. La doblo con lentitud y la guardo en el sobre. Del bolsillo izquierdo saco el chocolate. Lo huelo y la transfiguración del entorno logra que sienta la arenga de los séptimos: “¡Gastón! ¡Gastón! ¡Gastón!”.
Hundo el pulgar derecho en la barra de chocolate derretida. Escondo el dedo al salir.
— ¡Paula!, no te reconocí —grita la presidente de mesa al entregarme el documento. Acomoda sus anteojos empujándolos con el índice. El puente nasal no se termina de acostumbrar al grosor de su nariz. Aprovecho la distracción de Norma. Le sonrío de perfil. Con un ojo vigilo que el sobre se deslice por los labios de la urna y con el otro, constato que haya quedado estampada mi marca fragante sobre un ángulo alejado.
Los aromas transportan al pasado. Ese hilo aromático, invisible, hoy, se ha transformado en un pequeño espiral que lleva la forma de una huella digital. Mi pulgar de color chocolate. El dedo más corto y ancho marcado, disimuladamente, sobre la urna donde emití el sufragio. El rastro, apenas visible, que voy a custodiar y a buscar en la caja de cartón identificada con su número.
Luego sigue el viaje hacia el lugar de destino, las fajas especiales que tapan las ranuras de las urnas hasta el momento del proceso de cómputo de votos. Soy una fiscal con derecho a asistir a todas las operaciones del escrutinio.
Ansío el momento en el que proclamen a Gastón. Esta vez sí. ¡Sí! ¡Gastón, gobernador! ¡Gastón, gobernador!
La gente lo adora, repite que es un salvador. El estadista que el pueblo necesita. El hombre que enseña a pensar. La campaña electoral fue asombrosa. Las encuestas presagian su triunfo.
Ahora están todas las autoridades, las mesas. El conteo abruma. La agitación del ambiente se adueña de los calificativos que no se pronuncian. Se intuyen en los ademanes confusos. También demora el procesamiento informático de los resultados provisorios y definitivos.
He buscado, silenciosamente y con disimulo, mi huella marrón en el ángulo exacto de la urna con el número grabado. No está la marca. No es la urna que llegó del Colegio de la Santísima Trinidad. No es una broma. Es un delito. Entre esos cartones acomodados yace la respuesta. Las formalidades legales no fueron las formalidades legales.
Nadie responde a los mensajes del celular. El acta de ellos no coincide con el acta que yo he completado. Nadie me escucha. No hubo protestas contra el escrutinio. No encuentro al apoderado del partido. La desesperación es proporcional a la falta de respuestas.
Corro. Corro con todas mis fuerzas como una hoja otoñal a merced del viento. Llego al comité. Estoy inerte en la primera fila frente al escenario. Hay poca gente, casi nadie. Sobre el piso, abundan los papelitos de colores. El spot publicitario que sigue en la pantalla muestra la sonrisa fresca de Gastón. El escenario está en penumbras. Gastón no sonríe. Los candidatos se abrazan. El consuelo es corporativo. Ignoran lo que yo sé. Cómo les explico. ¡Cómo se prueba la absurdidad! Sus ojos verdes brillantes están poseídos por la tristeza. Los míos también.
Recuerdo la confesión envuelta en el chocolate. La carta sin leer. La urna escolar sin custodia. Me doy cuenta.
Ha vuelto a suceder. No se trata de un misterio no resuelto. Ni antes, ni ahora. Fue una trampa, como aquella vez, cuando cambiaron las urnas de los séptimos.
- Fabiana Calderari es escritora jujeña radicada en Santiago del Estero. Tiene publicado un libro titulado «Puertasletras del callejón», y audiolibros subidos en su canal de Youtube.

